A Carmelita
Antes lloraba a mares. Cuando era niña, cada vez que mi
hermano me molestaba, corría a encerrarme a mi cuarto y a sollozar
infinitamente frente al espejo. Supongo que había visto demasiada televisión: en
la tele el personaje no existe si no sufre. Así que lloraba e hipaba, para
sentir que mi enojo —y yo— existía. Y supongo que a mi hermano se le olvidaba
antes que a mí el motivo infinitesimal por el que estaba llorando. Quizás ni se
daba cuenta de que existía. No lo culpo, yo tampoco me acuerdo por qué lloraba,
y por qué frente al espejo, caray.
Ahora ya casi no lloro. Quiero decir, no lloro a la
velocidad con la que solía hacerlo. Ya lloro brevemente, en silencio, por
motivos raros que a veces me avergüenzan. Lloro, por ejemplo, cuando un perro
encuentra a su familia en una película. Lloro, también, cuando veo el
espectáculo de fuegos artificiales en días festivos. Cuando hay manifestaciones
y la gente grita entusiasmada por su ideal, creyendo que cambiará el mundo. Cuando,
muy de vez en vez, la policía baila con la gente en videos amateurs de youtube. O a veces lloro cuando,
en una fiesta de pueblo o un día de mercado, la gente se pone a cantar de la
nada. Y escondo las lágrimas por supuesto: ya sé que no es bueno reprimir las
emociones, pero me parece inapropiado estar llorando cuando la gente es tan
feliz.
Esas son mis lágrimas felices. Mis lágrimas tristes se han
vuelto más peculiares con el paso del tiempo, acaso porque la tristeza se ha
difuminado en el mundo: lloro porque se pierden los gatos, y la gente no puede
volverlos a encontrar (pero es que intuyo que se pierden a propósito para
morirse); lloro a veces leyendo a Schopenhauer, cuando afirma que el mundo es una
cárcel y nosotros los prisioneros; lloro cuando escucho alguna que otra canción
de Nacho Vegas; lloro
porque la gente se va, y yo sigo aquí, carajo, llorando y sola. Y,
naturalmente, lloro cuando pienso en mi abuelita de ochenta y nueve años,
porque va a ser su cumpleaños y no podré estar para festejarla.. Pero eso último
me duele tanto que las lágrimas terminan siendo insuficientes. La verdad es que,
puestos a elegir, prefiero llorar por los gatos y por los bailes. Para lo
importante (que no estoy al lado de la gente que quiero, por ejemplo) solo
queda el recurso de escribir. Y entonces escribo. Es una mierda de remedio, pero qué le hacemos, a veces funciona mejor que
solo llorar.