Antaño
la luz se dispersaba, brillante,
sobre nuestros jóvenes cuerpos,
anidaba en el cráter de la nuca
(en donde aún no surge el hueso
y pálidas células esperan,
guareciendo, tutelando,
despavoridas o hambrientas),
y borboteaba límpida
hacia este reino, hacia nosotros
tan bulliciosos, tan despabilados,
tan libres de niebla y de penumbra.
En el alba, inocentes, nos cubríamos
con osamentas desmañadas,
con invencibles músculos,
y aflojábamos nuestras bocas
que reían por casi nada,
(Tanta saliva
que respirar)
Y el verde de la hierba
—iluminado y suave;
ligera, chispeante—
nos indicaba sin palabras,
ah, tan claramente
El recto camino
A la alegría pura,
Qué más podía ser.
Entonces creíamos
Que el tiempo, tiempo pachucho,
Era el epígrafe del sinsentido;
Y las tibiezas agrupadas
En las nostalgias
Aún no existían, no:
Todo aquello que amábamos
Permanecía ahí, junto a nosotros
No había otoños,
No habría bosques secos,
No creceríamos nunca.
Esta mañana turbia
he notado algo
entre las sábanas grises:
eran mis arrugados dedos,
mi cráneo vacío, mi vientre seco:
era una sombra larga
anidando entre mis piernas
desde hacía mucho tiempo.
Una anciana sombra
que hoy
—al fin me dado cuenta—,
descubrí que era mía
descubrí que era yo.