Detrás de mí hombro estaba el abuelo. Y ya sé que es ridículo, porque el abuelo
lleva muerto trece años y cuatro meses, porque no estoy ni en México ni en su
casa, ni me rodean las reliquias que guardaba el abuelo en su caja fuerte. Y lo
que es más, porque mi abuelo no creía en una vida después de la muerte, ni yo
tampoco. Siempre he intuido que el abuelo está solamente en mis recuerdos,
en ese lugar sagrado del que nunca se irá, al menos hasta que me muera yo.
Pero hace un rato —en un instante de debilidad que es cada
vez más escaso— sentí que el abuelo estaba en esta habitación, detrás de mi
hombro, diciéndome al oído que escribiera sobre él. Sobre aquello que fue y que
ahora nada más existe como un espejismo del que pocos se acuerdan. Sobre su padre
chino, tahúr y mentiroso, y su madre chihuahuense, indígena y hermosísima.
Sobre su esposa, mi abuela, que tanto lo quiso y tantos secretos calla ahora. Sobre sus hijos y los hijos de sus hijos —yo entre ellos—. Sobre
sus fotografías, sus libros, su cuarto/refugio, su chaleco verde. Sobre su
historia, sobre él, antes de que vayamos olvidándolo los que seguimos vivos.
Acaso la vida después de la muerte no es más que un lento disiparse, un
desvanecerse que termina en el momento en que todos los que nos recuerdan
mueren también.
Detrás de mi hombro el abuelo me dice, una y otra vez:
Existe un ahora, y yo no he muerto,
yo estoy vivo, dice, y le creo, le creo, y entonces el abuelo está aquí conmigo, no se
desvanece en el tiempo, sigue aquí entre mis dedos escribiendo, siendo escrito,
sonriendo en su estilo chino —con ojos rasgadísimos y mejillas duras—, así como
solía hacerlo cuando estaba vivo. Y ese ahora,
que terminará cuando deje de escribir, se quedará como un oasis en el centro
vacío de nuestro corazón, el de su esposa, el de sus hijos, el de los hijos de
sus hijos, el de la nieta que lo escribe. La presencia del abuelo, ingrávida,
reposada, risueña, me pide que recuerde. Como todas las veces que estuvo
conmigo —vivo, hace más de trece años y cuatro meses— como todas y cada una, sin
palabras. Así será, abuelo, si aún te recuerdo después de tantos años, cuando
ya nada es posible.
Pero siempre es posible, ahora.
Porque todo es
posible, ahora.