Esta vez, como otras tantas,
las palabras que
suelen atosigar mi cabeza
sonaban así:
gastadas, cavernosas, flojas,
saltándoseles las tripas,
y chirriando con desconsuelo
si se atrevían a bajar hasta al fondo,
y aparecían en la garganta,
--encerradas tanto tiempo
entre tejidos tan blandos
y humores sólidos, o gelatinosos--.
Mi voz duplicada,
ya quebradiza, ya lerda,
Palideció cuando quise hablar
de esto.
Sin saberlo, ignorante del todo,
mi boca se abría y cerraba —y se abría—,
y nada brotaba –de la nada, ¿qué?—
ni una palabra límpida,
de gota de agua,
podía fluir fácilmente.
Mi lengua se callaba,
oxidada, inmóvil.
Y las tercas palabras claras, azules,
y los cristales de aire, y la verdad
enfundada entre letras,
¿dónde estaban, a dónde fueron?
Algo aún me quedaba por decir:
los viejos nombres oficiales,
los signos científicos, las claves lógicas
de un misterio resuelto.
Cloaca, así era mi larga lengua,
hecha de lama verde
y lodo y negrura.
Al tiempo, las palabras nuevas, libres,
Nacían amortajadas, marchitas
Y silenciosas se iban yendo.
¿ Y entonces para qué hablar?
Habría que guardar silencio.
O balemos, mejor.
Algo en mí descansará.
¡Bee-ee-ee!