31 de agosto de 2011

COTIDIANO


Esta vez, como otras tantas,
las palabras que 

suelen atosigar mi cabeza

                  sonaban así:

gastadas, cavernosas, flojas,

saltándoseles las tripas,
y chirriando con desconsuelo
si se atrevían a bajar hasta al fondo,  

y aparecían en la garganta,
--encerradas  tanto tiempo
entre tejidos tan blandos
y humores sólidos, o gelatinosos--.


Mi voz duplicada,
ya quebradiza, ya lerda,

Palideció cuando quise hablar

                         de esto.

Sin saberlo, ignorante del todo,
 mi boca se abría y cerraba —y se abría—,
y nada brotaba –de la nada, ¿qué?—
ni una palabra límpida,
de gota de agua,
podía fluir fácilmente.

Mi lengua se callaba,
oxidada, inmóvil.

Y las tercas palabras claras, azules,
y los cristales de aire, y la verdad
enfundada entre letras,
¿dónde estaban, a dónde fueron?

Algo aún me quedaba por decir:
los viejos nombres oficiales,
los signos científicos, las claves lógicas
de un  misterio resuelto.

Cloaca, así era mi larga lengua, 
hecha de lama verde 
y lodo y negrura.

Al tiempo, las palabras nuevas, libres,
Nacían amortajadas, marchitas
Y silenciosas se iban yendo.

¿ Y entonces para qué hablar?
Habría que guardar silencio.

O balemos, mejor.
Algo en mí descansará.
¡Bee-ee-ee!