5 de enero de 2014

ELEGIMIENTO


Morir aprisa,
vivir las horas
que presta
el fuego.

O bien:
vaciar las llamas
y estar mil años
que ofrece el polvo.

24 de octubre de 2013

Día de acción bloguera por los Arcti30

Porque la unión hace la fuerza, y porque podemos luchar contra los poderosos. Por eso me uno al: 

Día de acción bloguera por los Arcti30 

 http://www.greenpeace.org/espana/community_images/97/113297/89169_143828.jpg

 Para más información  sobre el caso consulta: http://www.greenpeace.org/espana/es/Trabajamos-en/Frenar-el-cambio-climatico/Salva-el-Artico/Arctic-30/

 Y firma la petición:

http://www.greenpeace.org/espana/es/Que-puedes-hacer-tu/Ser-ciberactivista/liberen-a-nuestros-activistas/ 

http://www.avaaz.org/es/free_the_arctic_30_loc/?slideshow

 

9 de octubre de 2013

SOBRE EL CAPITALISMO QUE REGALA (¡Y NO COBRA!)

*Este texto puede leerse en la revista Hoja de Arena: http://www.lahojadearena.com/lahojadeldia/sobre-el-capitalismo-que-regala-y-cobra/

Me llamarán mamona pesada, pero… Detesto las cosas gratis.

¿Qué? ¿QUÉ?  Silencio incómodo.

Volvamos a empezar. Detesto las cosas gratis. En verdad, me irritan mucho. Cada vez que llega alguien a regalarme muestritas de helado, o queso o pan o refresco, o pruebas mini de champú, me empiezo a sentir incómoda. Cuando una chica arregladísima o un veinteañero todo sonrisas empuña en la cara una funda de teléfono gratis, una membresía, una entrada al cine, algo absolutamente gratuito y sin compromiso, me entran ganas de gritarle o de mentarle la madre. Pero no es su culpa, a ellos les pagan para que ofrezcan los incontables servicios y productos que mes tras mes aparecen en el mercado, y que necesitan llamar la atención.   

 No es culpa de ellos, ellos no me molestan. Lo que me molesta son las cosas gratis. Y no es por el hecho de que sean gratuitas, es por lo que subyace. Porque cuando se ofrece algo sin pedir nada a cambio hay detrás alguien esperando una recompensa. Así de taimados son los dineros en estos tiempos. Tiendo a sentirme comprometida cada vez que me regalan algo: siempre termino pensando en el esfuerzo que hace Nokia por regalarme una fundita hecha en China, o lo que gasta Pantene en hacer muestras para ir regalando por las calles, así, sin compromiso. ¿Pero cómo no sentirme comprometida, como no deberle algo a la empresa si tan buenos son, si hasta me regalan cosas?

Gratis. Tan bonita palabra para tan tortuosa relación económica. Seguro que los romanos no se imaginaban que así acabaría su término: como un anzuelo para que la gente termine gastando su sueldo en productos y productos y productos y.

Luego, para rematar, es que lo gratuito saca lo peor de nosotros: además la carrera desenfrenada por ver quién pesca más incautos, desemboca usualmente en una avaricia desenfrenada. Un ejemplo: hay algo que se llama “tiendas gratis”, que regalan todo. Para mitigar el consumismo, fomentar la solidaridad, contrarrestar el individualismo. Y la mayoría de esas tiendas suelen cerrar el primer mes, porque la gente se lleva todo. Literalmente todo: en tres semanas la tienda está ya en los huesos, pobrecilla. Es el frenesí de los consumidores. Pero no es su culpa tampoco, pobrecillos también. ¿De quién es entonces? Ahí les encargo que me ayuden a responder, porque por el momento no sé a quién culpar de todo esto.  

O sea que, recapitulando, “gratis” equivale a: triquiñuela, astucia, hipocresía, consumismo, franca codicia. Cada vez que algo se ofrece gratis detrás está el colmillo esperando morder. Y la verdad no me gusta que me muerdan, al menos no de esa manera.      

Por eso, y poniéndome más pesada, en vez de gratis, prefiero el término catalán “lliure”. Lliure significa libre, y quiere decir, además de “sin costo”, que está llamando no el dinero, sino la persona. ¿Cómo no me va a convencer la “entrada lliure”? Si ahí no existe ni rastro del interés mezquino. Si ahí no hay nada a cambio, solo el acto deliberado de regalar algo, sin esperar de vuelta el torpe dinero. No es casualidad que lo lliure suela ser de los museos, los conciertos, las escuelas, las universidades. Porque dar algo así, así lliure, es difícil en este sistema económico. Creo que por eso los grandes poderes prefieren gratis. Y yo prefiero no dejarles ni un resquicio de avaricia. Porque no es por nada, pero lo gratis se lo pueden ir regalando a su abnegada madre. Yo no lo quiero.     


3 de octubre de 2013

EN PARTE AGUA, Y EN PARTE SAL




 A Carmelita

Antes lloraba a mares. Cuando era niña, cada vez que mi hermano me molestaba, corría a encerrarme a mi cuarto y a sollozar infinitamente frente al espejo. Supongo que había visto demasiada televisión: en la tele el personaje no existe si no sufre. Así que lloraba e hipaba, para sentir que mi enojo —y yo— existía. Y supongo que a mi hermano se le olvidaba antes que a mí el motivo infinitesimal por el que estaba llorando. Quizás ni se daba cuenta de que existía. No lo culpo, yo tampoco me acuerdo por qué lloraba, y por qué frente al espejo, caray.
Ahora ya casi no lloro. Quiero decir, no lloro a la velocidad con la que solía hacerlo. Ya lloro brevemente, en silencio, por motivos raros que a veces me avergüenzan. Lloro, por ejemplo, cuando un perro encuentra a su familia en una película. Lloro, también, cuando veo el espectáculo de fuegos artificiales en días festivos. Cuando hay manifestaciones y la gente grita entusiasmada por su ideal, creyendo que cambiará el mundo. Cuando, muy de vez en vez, la policía baila con la gente en videos amateurs de youtube. O a veces lloro cuando, en una fiesta de pueblo o un día de mercado, la gente se pone a cantar de la nada. Y escondo las lágrimas por supuesto: ya sé que no es bueno reprimir las emociones, pero me parece inapropiado estar llorando cuando la gente es tan feliz.
Esas son mis lágrimas felices. Mis lágrimas tristes se han vuelto más peculiares con el paso del tiempo, acaso porque la tristeza se ha difuminado en el mundo: lloro porque se pierden los gatos, y la gente no puede volverlos a encontrar (pero es que intuyo que se pierden a propósito para morirse); lloro a veces leyendo a Schopenhauer, cuando afirma que el mundo es una cárcel y nosotros los prisioneros; lloro cuando escucho alguna que otra canción de Nacho Vegas; lloro porque la gente se va, y yo sigo aquí, carajo, llorando y sola. Y, naturalmente, lloro cuando pienso en mi abuelita de ochenta y nueve años, porque va a ser su cumpleaños y no podré estar para festejarla.. Pero eso último me duele tanto que las lágrimas terminan siendo insuficientes. La verdad es que, puestos a elegir, prefiero llorar por los gatos y por los bailes. Para lo importante (que no estoy al lado de la gente que quiero, por ejemplo) solo queda el recurso de escribir. Y entonces escribo. Es una mierda de remedio, pero qué le hacemos, a veces funciona mejor que solo llorar.     



26 de agosto de 2013

Incendios cotidianos




Roy Lichtenstein (1964) Crying girl. Milwakee Art Museum.

            Llega tarde y borracha.

Hay un silencio turbulento. Una brecha, un abismo. La oscuridad de un cuarto muy pequeño.  I was walking far from homeYo solo cierro los ojos y canto. Después me paro. No hay manera, dice. Y luego de su boca salen dardos que clava en la carne floja de mi pecho. Strangers stealing kisses. Yo no soy un extraño, de ahí que ella mueva los labios solo para hablar. No hay respuesta clara a sus palabras, no hay palabras claras.

Esto parece ser nuestro fin: la progresiva indiferencia y la música de fondo que se va disolviendo. La luna de miel ha acabado. Las voces comienzan a volverse circulares, gritos inconexos, aullidos.

Llega tarde y borracha.

Y yo cierro la puerta, y ella la abre y yo la cierro. Ella escupe y vocifera. Yo vocifero pero escucho. ¿Acaso se puede ser más infeliz? Prueba esto: ella llega tarde, borracha, y comienza a aventar pequeños objetos, como si fuera un juego. Primero a la tele y luego a mi cabeza.

Ahora sí no se puede ser más infeliz.

Prueba esto. Ella abre y cierra la puerta y vocifera y escupe, y la brecha se vuelve infinita, y el abismo tan negro como una pastilla de chocolate que va disolviéndose en el agua hirviente. O la lava que se seca. O la sangre, porque la lava no alcanza ese punto de oscuridad. Yo sí.

Llega tarde y borracha. Y yo ya me fui, a punto de entrar al abismo y a la música que se acaba, ¡que se a-ca-ba! I was walking, far, far, far from home.


 Así me iría: demasiado tarde y demasiado triste. Y sé que no habrá más que negrura después de esta infelicidad tan verosímil. Pero no me atrevo a saltar a ese abismo que carece de música de fondo. Prefiero escucharla cantando otro poco, un poquito más. 


8 de agosto de 2013

SOBRE LA INEXISTENCIA DE UN BAR


Probable Bar Paula. Tomado de una página de branding de fecha indeterminada. 
“Todo el conjunto de los cielos y la innumerable muchedumbre de  seres que pueblan la tierra, en una palabra, todos los cuerpos  que componen la maravillosa estructura del Universo, sólo tienen substancia en una mente; su ser consiste en que sean percibidos o conocidos.”
George Berkeley

Confirmo que no estoy hecha para estos tiempos. Hace unos días, mientras iba en un autobús cualquiera, vi pasar un bar llamado Paula. Paula, Bar Paula. MI bar. Confieso haberme emocionado porque era la primera vez en la vida que veía mi nombre en un negocio. Ahora puedo adoptarlo y hacerlo mi bar favorito, pensé. Pero en cuanto el autobús dio vuelta y lo dejé de ver—ya  bien decía George Berkeley— el bar Paula cesó de existir. No había nada en esa calle perdida más que polvo y oficinas. Y si no había nada era porque no se me había ocurrido tomarle una fotografía, al menos no con esa cajita de chicles que llamo cándidamente teléfono. La culpa era mía. ¿Y ahora cómo voy a enseñarlo?, recuerdo que fue lo siguiente que pensé.  O en otras palabras: cómo voy a demostrar que existe, si solo está en mi memoria.

Porque ser es ser percibido. Y en estos tiempos, completando la teoría de Berkeley, si algo no es retratado, si no se percibe desde el sentido extendido del trípode y la cámara fotográfica, simplemente no existe. Ya nadie te cree si no lo compruebas con una foto —mínimo—: si no hay imagen no hay objeto, pues. Por eso siempre hay un ejército de diminutos flashes en cualquier concierto o espectáculo: si no lo cuelgas en Facebook o Twitter es que no fuiste. Y además, un celular decente debe funcionar para todo: comunicar, mensajear, whatsapear, fotografiar, navegar, todo. Por descontado, una persona debe servir para lo mismo: ídem, ídem, ídem. ¿Y si no es así no existe? ¿Y luego yo qué estoy haciendo?

Una vez más, confirmo que no sirvo para esta época, y lo digo por al menos tres cosas: una, que no he tenido la voluntad suficiente para comprarme un Smartphone e integrarme a la nueva generación hiperconectada. Dos, que no soy capaz de tomar fotos en movimiento rápidamente. Pienso demasiado las cosas —lo cual es una forma elegante de decir que soy una indecisa atroz y que siempre titubeo—. Tres: porque aún tengo la idea idiota de que si algo se llama como yo es mío, aunque nadie lo perciba. Y eso no es de estos tiempos, es de una lejana infancia cuando pensaba que el mundo era real lo viera quien lo viera. Habráse visto idea más antimoderna la mía.


¿Dónde hay un grupo de apoyo para los  anti-berkeleyanos?

23 de julio de 2013

EL DISCRETO ENCANTO DE CAFÉ TACVBA






Foto: Cortesía del maestro Walter Petersen. Para ver el video de lo que sucedió en la sala Barts de Barcelona entren a: https://www.youtube.com/watch?v=M-d0dyypkLE

        He visto muchos tipos de músicos tocar en directo. Músicos tímidos, que de tanta fobia social no son capaces de salir a hacer un bis. Músicos coquetos, que buscan seducir al público y salen una y otra vez si escuchan un atisbo de aplauso, el que sea. Que gritan incluso ¿A dónde vaaan? a los oyentes que amagan con irse. He visto músicos que se cansan en el escenario y mandan a los coristas a cantar un par de canciones mientras ellos recuperan el aliento. He visto músicos que quieren correr y no pueden, porque les pesan enormemente los años y los conciertos pasados. He visto músicos que adulan al público y músicos que ni siquiera hablan con sus seguidores, que solo se limitan a tocar.

De todos ellos, nunca he visto a ninguno sonreír como K’Kame. O Kukama, o Zopilote, como últimamente se hace llamar Rubén Albarrán, vocalista de Café Tacvba. En el concierto de la sala Barts, en Barcelona, no hace falta esperar mucho para observar la metamorfosis. El escenario pronto se vuelve un santuario: K’Kame pasea por el escenario, vestido de amarillo y con todo y guitarra, como un profeta ofreciendo bendiciones a sus feligreses. Nos sonríe como si estuviera en éxtasis, más para sí que para los que lo escuchan. Sonríe porque está en el lugar preciso, el suyo, haciendo lo que verdaderamente le satisface. Pocos llegan ahí. Mientras canto a coro, me descubro envidiando su seguridad y su alegría, tal vez porque no he llegado a ese sitio en el que él está, un lugar ignoto que solo él conoce desde hace más de veinticinco años.

Todos ellos lo están: Rubén Albarrán, Meme, Joselo, Qviqve, y hasta los no oficiales como el Children, que toca la batería en todos los conciertos. Aunque eso sí, solo el vocalista sonríe así. Café Tacvba se organiza como un rompecabezas perfectamente ensamblado. No por nada es considerada una de las mejores bandas de rock de América Latina, solo por detrás de Soda Stereo. Quién puede competir con eso. No me extraña que sonría K’kame con tal amplitud, que disfrute de tal manera tocar enfrente de un publico ya convencido desde el primer momento de bailar y gritar como poseso.

Porque con Café Tacvba uno tiene que bailar. Son muchos años y una larga lista la que conforma su repertorio. Por eso cuando, después de pasar lista a la promoción del nuevo disco con Pájaros y comienzan a cantar El baile y el salón, la gente ya está lista para desgañitarse y perder la cabeza bailando. Los tacvbos le dan al público lo que quiere: Ingrata, Las flores, Chilanga banda, Volver a comenzar, No controles, Las Persianas, y un buen número de éxitos pasados eclipsan las escasa canciones que van soltando de su último disco. Café Tacvba viene a seducir al público, en su mayoría mexicano pero con exaltadas minorías de Chile, Colombia, Venezuela, e incluso Catalunya.  Y es que claro, algunos corean las nuevas canciones, pero todos se saben las viejitas, y a K’Kame le gusta escucharnos enloquecidos. Quizás por eso sonríe tanto.

Por eso, y porque entra en trance cuando escucha a sus compatriotas gritar “Culero”. Eso lo gritan cuando Rubén anuncia que se irá el grupo del escenario, y tras los cánticos prehispánicos de los mexicanos exaltados, el tacvbo exige un abrazo colectivo a cambio de quedarse a cantar más. Y entonces llega Chica banda (Chica banda de cuarenta años, me dice una amiga), y Déjate caer, junto con la clásica coreografía de los tacvbos.


Coreografía: A partir del minuto 3:05.

Muy pronto el efecto del abrazo colectivo desaparece, y Café Tacvba termina por irse. Pero, tras cinco minutos de rechiflas y aplausos, aparecen nuevamente. Esta vez K’Kame se ha cambiado de atuendo, y ahora usa una camiseta negra. A nadie le importa, claro, solo quieren oírlo cantar. Con "El puñal" y “Esa noche” se despiden. Y como no nos conformamos con solo una noche, aplaudimos hasta que encienden las luces y nos echan del lugar. Entonces, solo entonces nos resignamos a escucharlos en casa, y a recrear ese momento pasado, único, perfecto, en que escuchamos cantar y cantamos como una misma voz. Paparupapa eu eo.


Yo pienso en la sonrisa de K’kame, y lo envidio.  Él seguramente está cantando en otro sitio, en ese lugar ignoto desde el que sonríe, más para sí que para los que lo escuchan.     

19 de julio de 2013

SOBRE LA BEATLEMANÍA






Acaso la respuesta es: los adoramos tanto que no podemos resignarnos a su ausencia.

¿Cuál es la pregunta? La pregunta es por qué, si no soy fan de los grupos tributos, terminé frente a una banda que en el espectáculo Beatlemania rinde homenaje a, quién si no, los  supremos, mayestáticos, todopoderosos BEATLES, prácticamente cincuenta años después. Estos son los Beatles bizarros, (como el Supermán de las caricaturas de los ochentas que tenía una copia, el Supermán bizarro), un grupo que se presentó en las Vegas durante siete años, y que algunos consideran que es la mejor banda tributo a los Beatles en el mundo. La mejor banda tributo. Qué se puede decir después de esto.

Lo cierto es que, mientras coreo I wanna hold your hand, en el teatro Barts de Barcelona, me cuestiono sobre la calidad del grupo, sobre todo porque suena prácticamente igual que el original. Los mismos acordes, las mismas voces, los mismos trajes, los mismos bigotes y el mismo pelo lacio que alguna vez caracterizó a los “escarabajos”. Incluso cuando hablan se escuchan como ingleses, suenan como Paul o como John o hasta como ese tono chillón de Ringo. Y conforme van enlazando canciones, y en mis oídos resbalan Can’t buy me love, Help me o I’ve Just seen a face, no puedo evitar preguntarme si, cuando canta el imitador haciendo de Paul, será culpa del imitador o de Paul el que suene de vez en cuando desafinado. La personificación es tan estudiada que no estoy segura de dónde acaba uno y empieza el otro. ¿Así sonaba Paul cuando cantaba? Porque los movimientos puedo jurar que los reconozco, son los de Paul. ¿Pero y el resto? ¿A tal grado llega la obsesión por calcar, por duplicar a una persona?

Al ritmo de We can make it out, recuerdo una teoría sobre las personificaciones, llamada Uncanny Valley o Valle inquietante, si quiere uno castellanizar y ponerse mamón. Dice, en resumen, que conforme una imitación va acercándose al objeto imitado  comenzará a darnos una respuesta emocional aversiva. O sea, que nos erizará el pelo poco a poco, y terminará por darnos repugnancia. Esta teoría la inventó un japonés mientras hablaba de robots o androides, pero puede aplicarse a prácticamente todas las copias del mundo. ¿En qué momento dejan de evocarnos y comienzan a asquearnos?   

Mi padre no está de acuerdo con esa teoría. Pero nunca está de acuerdo conmigo, así que dejo de explicarle y sigo cantando. Unas chicas de ropa corta y de cabellos largos salen a amenizar la fiesta. Me pregunto si eso sucedía en los conciertos de los Beatles, y si no lo es me imagino que será herencia del siglo XXI. Después de un breve intermedio, los Beatles bizarros salen personificando a los Beatles verdaderos en su versión Submarino amarillo, con hippismo incluido. Me pregunto si usarán pelucas. Sargent Pepper, With a Little help of my friends, Strawberry fields forever, y el público va animándose, aunque no demasiado. Los bigotes de George y los lentes de John se vuelven una máquina del tiempo, y esta vez puedo jurar que han regresado, que el Uncanny valley es mentiraHello, Goodby es  su representación más lograda, sin duda: Incluso se alcanzan a escuchar algunos gritos del público, que por un momento hace caso de las luces que se encienden y se apagan suplicando por aplausos.

Pronto llega el intermedio, y después se asoma en el escenario el estilo beatle decididamente bohemio. Pelucas, son pelucas, pienso cuando veo el nuevo cabello largo de John. Con Lady Madonna van convenciéndome, con Here comes the sun me derriten (aunque sigue gustándome más la versión de Nina Simone). Cuando llega el coro de Barcelona para cantar Let it be, el público y yo ya estamos más que en ritmo,  y sin saber cómo nos paramos a aplaudir. Después de algunas otras canciones, como Revolution o Birthday, el coro reaparece para salvar la desafinada versión de Good night, ahora de Ringo. Me vuelvo a preguntar si será parte del espectáculo, o aporte del Ringo bizarro. Parte del espectáculo, concluyo.  

El grupo reaparece después de una tanda de aplausos, con un primer encore del clásico Yesterday. Con Long Tall Sally, su último encore, se despiden, con las chicas de ropas cortas y el coro detrás. Y conforme me doy cuenta de que no saldrán más, y trato de calmar mi adicción al bis, me respondo a la pregunta inicial: Sí. Queremos que vuelvan, o como dicen ellos, los Beatles y los bizarros: You knew I wanted just to hold you/Had you gone, you knew in time, we'd meet again. Es igual que sea el original o la copia, la obsesión inalterable sigue allí. Por eso intentamos rescatarlos del olvido. Por eso, cincuenta años después, aun escuchamos con pasión  a Beatlemania. Por eso mi memoria sigue allí, en la sala de Barcelona, aplaudiendo. Y ya no me pregunto qué hago ahí, solo canto.