16 de agosto de 2011

Espiral


El teléfono sonó. Sin dejar de leer, y con cara muy seria, Claudia dijo que era para ti. Contestaste con un “Hola” ingenuo, y mientras maldecías por lo bajo a tu esposa, que ahora se reía, lo saludaste cortésmente: Hola, Alejo, cuánto tiempo. Apretaste los dientes, pero te las arreglaste para charlar torpemente con él: Cómo has estado, yo muy bien, y la vida qué tal, sí, claro, definitivamente, el Barça es mejor que el Madrid, y el trabajo cómo va, yo muy bien, como siempre, y tú qué tal. Sin quererlo, la conversación se alargó como nunca antes. Quizás los años te suavizaban, ahora podías ser civilizado y acaso –incluso después de tantas cosas, pensaste— amigo de Alejo.

Preferiste dejarlo cuando ya la conversación languidecía, con la esperanza de ser otro --un mejor hombre--, y le pasaste el auricular a Claudia. Pero en cuanto Claudia comenzó a parlotear, recordaste la razón por la cual él siempre sería tu enemigo: Claudia le narraba una historia divertidísima, que nunca te había contado a ti, y se reía entre el humo. Sólo fumaba cuando hablaba con él, lo que te irritaba sin saber por qué. Fuiste por una cerveza a la cocina, intentando de nuevo no ser aquella persona. Mas a la vuelta te esperaba tu antiguo y tristísimo yo. Claudia, de lo más contenta, seguiría charlando con él, al tiempo que fumaba. Tú, mientras la esperabas, escribirías melancólico una historia en la que una chica contesta el teléfono, y aunque no es para ella charla unos tensos minutos con una rival, y cómo después su novio fuma y habla, más que feliz, y ella escribe una historia para sentirse mejor, que trata de un hombre que responde una llamada que no es para él, y... Ese texto infinito, sin duda, le enseñaría a Claudio quién eres tú cuando te enojas. Perdón, a Claudia.