Hay un silencio turbulento. Una
brecha, un abismo. La oscuridad de un cuarto muy pequeño. I was walking far from home. Yo solo cierro los ojos y canto. Después me paro. No hay manera, dice. Y
luego de su boca salen dardos que clava en la carne floja de mi pecho. Strangers stealing kisses. Yo no soy un extraño, de ahí que ella mueva los labios solo para hablar. No hay respuesta clara a
sus palabras, no hay palabras claras.
Esto parece ser nuestro fin: la progresiva indiferencia y la
música de fondo que se va disolviendo. La luna de miel ha acabado. Las voces
comienzan a volverse circulares, gritos inconexos, aullidos.
Llega tarde y borracha.
Y yo cierro la puerta, y ella la
abre y yo la cierro. Ella escupe y vocifera. Yo vocifero pero escucho. ¿Acaso
se puede ser más infeliz? Prueba esto: ella llega tarde, borracha, y comienza a
aventar pequeños objetos, como si fuera un juego. Primero a la tele y luego a
mi cabeza.
Ahora sí no se puede ser más
infeliz.
Prueba esto. Ella abre y cierra
la puerta y vocifera y escupe, y la brecha se vuelve infinita, y el abismo tan
negro como una pastilla de chocolate que va disolviéndose en el agua hirviente.
O la lava que se seca. O la sangre, porque la lava no alcanza ese punto de
oscuridad. Yo sí.
Llega tarde y borracha. Y yo ya me fui, a punto de entrar al abismo y a la música que se acaba, ¡que se a-ca-ba! I was
walking, far, far, far from home.
Así me iría: demasiado tarde y demasiado triste. Y sé que no habrá más que
negrura después de esta infelicidad tan verosímil. Pero no me atrevo a saltar a
ese abismo que carece de música de fondo. Prefiero escucharla cantando otro poco, un poquito más.