Uno se cansa de todo, hasta de estar bien y
sentirse el dueño del mundo. Uno se agota de caminar rápidamente, dar besos al
aire, conocer por fin el mundo, discutir sonriendo, mecerse en el aire, envidiar
a los enemigos, inquietarse por los amaneceres que se van, pelear con la propia
sombra, ganarle, abrazar a los hijos en los momentos de debilidad, ser
vulnerable entre sueños. Uno se cansa y no vuelve a moverse, intenta
convertirse en árbol o en comadreja anidando en las ramas del mismo árbol en
que ha intentado transformarse. Pero nada funciona, el árbol y el pájaro se van
desmoronando, y las cosas que agotan a uno siguen estando allí, inmóviles,
aguardando pacientes a la puerta de la casa, en el trabajo, en el bar de
enfrente, corriendo por los parques. Y ahí va uno, a cargar cansado la piedra,
hasta notar, un buen día, que lo que cansa no es eso que uno hace, es uno
mismo. Pero entonces ya es demasiado tarde: uno se cansa de cansarse. Y entonces
uno se siente el dueño del mundo, y da besos al aire y conoce por fin el mundo,
y es vulnerable entre sueños. Y se sigue moviendo, sin cansarse nunca más, por un cierto tiempo.