29 de junio de 2011

Forcejeadores


Sentada en tu cama, entre triste y orgullosa de haber tomado esa decisión, y llorando un poco, sólo un poco, revives lo que acaba de pasar. Con una claridad pasmosa para tu retentiva —generalmente errática—, vuelves a recordar el bar donde te citabas regularmente con Fernando. Traes a la memoria sus primeras preguntas, que desde el principio revelaron su inquietud porque no estabas como siempre. Él te notó un poquitín apagada. Y bueno, en realidad no te sentías así, pero luego de que tu novio lo descubriera, pensaste que tal vez era cierto, que sí estabas  distinta de las veces anteriores, tal vez algo más distante, sin reírte casi nada, como esperando algo…
Fernando, luego, cansado de que blandieras palabras vagas, esgrimió ante ti un discurso desesperado: aseguró que él era el culpable de que te encontraras así. Ya lo veía venir, tú no podrías querer estar con esa clase de novios, y antes de que le aseguraras que no era cierto, él rompió a contar la historia de su última exnovia, que en algún momento dejó de quererlo, y él la comprendió, porque en realidad él no es una persona sencilla, lo ha reconocido siempre, su psique es muy extraña, contradictoria,  movediza, y de repente se puede ir a Mombasa en un segundo, y al segundo siguiente regresar, sin que medie una explicación plausible, y eso acaba por desgastar a cualquier mujer sensata, como a ti. La verdad, susurró, es que nada de eso es bueno para ninguna chica, todas terminan por sentirse solas y sin el aliento necesario para continuar una relación que ya se ve destruida desde sus cimientos. Yo soy el culpable, declaró entre sombrío y cabizbajo: hay algunos que deben estar solos.
Y  tú, claro, mientras tomabas con dificultad una cerveza cada vez más tibia, te fuiste dando cuenta de que era cierto, que en alguna ocasión le llamaste con tu tristeza a cuestas, y él no estuvo para escucharte. Y recordaste cuando quisiste llevarlo con tus padres, como una tímida sugerencia de familiaridad, y él falló en el último instante. Comenzaste a hilar finamente un collar de descuidos y desgobiernos, muy mínimos pero constantes.
 El monólogo de tu novio fue diseminándose entre lamentos por su soledad ingobernable y alabanzas a tu independencia, hacia tu capacidad de amor que demuestras siempre, y que desperdicias lastimosamente con él. Y entonces, sólo entonces, como si te hubieran quitado el velo de los ojos, comprendiste que todo lo que él decía era terminantemente verdadero. Y cuando Fernando admitió que quizás el hecho de que quisieras dejarlo podría llegar a ser positivo, asentiste simplemente, en total acuerdo con Fernando, el pobrecillo, tan fuerte y tan sensible a la vez. Qué mala combinación.
El bar pareció vaciarse súbitamente. Fernando se mostraba un poco abatido, pero con una mirada que quería ser altiva, fingiendo sobreponerse, tratando de lidiar con el dolor por la ruptura. Y cuando le manifestaste que en realidad le querías, que no deseabas romper con él, Fernando ensayó una sonrisa apesadumbrada, y te aseguró que de ninguna manera te dejaría hacer tal sacrificio, pero que se sentía mejor, mucho mejor ante esa prueba de valor. Con eso se daba cuenta, y suspiró un poco, que podían ser amigos sin ningún obstáculo. Después te dejó en la puerta de tu casa.
En cuanto te sientas en la cama y regresas al recuerdo, la angustia que silenciaste toda la noche se arrastra por debajo de ti, y muy pronto comienza a morderte los tobillos: pero si, pensándolo bien, nunca dijiste nada de que quisieras dejar a Fernando, pero es que querías seguir con él, si estabas radiante, enamorada, y no, tú no querías dejarlo, y sí, realmente sí, ahora te das cuenta de que ese hombre te acaba de ver la cara de estúpida. Finalmente comprendes por qué, antes de irse, y por un instante muy breve, fugacísimo, Fernando esbozó una sonrisa socarrona, que con candidez supusiste de valentía —y cómo lo admiraste—. Ahora sabes que, en ese forcejeo inconsciente de voluntades, que nunca pareces notar, has perdido como siempre. Ese Fernando es un perfecto hijo de puta. Pero ya es muy tarde para decírselo.

Imperfección


Despavorida
Miro al espejo.

Mis ásperos ojos
—casi marchitos—
podrían llorar
litros de tierra,
y así saldría:

quemada/estéril/flaca

porque nada vivo
sale de ahí/de mí...