9 de agosto de 2011

EL INVENTO DEL CUERPO DESVALIDO

Para E.
Te ordenaré que me quemes
la trinchera de las lágrimas,
la sólida red de infelicidades,
la cárcava emotiva de costumbre.

Huirás cien o doscientos pasos:
Yo quedaré a la intemperie,
entre la lluvia pellizcona y  desolada,
Que se queja en voz muy sorda
del obstáculo que soy

para morder la tierra.

Podrás salir del escondrijo entonces,
o estrujarte los dedos, nervioso.
Y empezar las cien batallas
contra mi impávida armadura
que permanece, que no se rinde.

Al fin ya nada importará, ya nada:
el polvo caerá, terrón endurecido.
Y como la llovizna,
me abriré a la tierra también,
tarde o temprano.

Más temprano que tarde
si combatimos ambos
las maquinarias oxidadas
que palpitan dentro de mí
—en
franca
arritmia—,

y las murallas colosales
de mi esqueleto,
de ese yo que se empecina
en protegerme, arrinconarme
en la copa más baja del árbol
(y que al final termine en trueno)

Por eso, amigo mío, compañero
quémalo todo,
y ofrezcamos en  el cerco final

el fluido movimiento,
de mi ser que te amotina
y tu voz que me sosiega:
esa será la auténtica tregua.