Los años han roto mi cara
y dicen que no es sangre, sino pus lo que corre
lentamente por el
tembladeral de mis venas
donde agoniza un dios del
pasado
que desde el poema nos llama con la mano de un muerto.
Leopoldo
María Panero
El temblor es de los muertos,
de los amortajados viejos;
bajo la polvareda se estremecen
sus vientres blancos, nevados,
el miedo en las cuencas,
las palpitantes locomociones,
el descontrol de los miembros,
de húmeros y peronés que patalean.
Y el vaivén de los cuerpos
que buscan huir,
que cierran sus dedos
y aferran las amplias paredes
de satinado techo y madera.
La humedecida cabellera, y la nuca,
retiemblan también:
el ritmo acartonado,
el un-dos-tres de osamentas,
que ensordece,
que violenta el reposo obligado.
El temblor es de los muertos,
de los estropeados difuntos:
sismo de párpados,
de boca, de hinchados pies,
castañeteo de dientes
y titiritar de lengua:
vibrar de gargantas al unísono
—tanta música de aullidos—
los huesos truenan
—crujidos de la memoria—
chasquean los dedos,
resuena la saliva.
Ocuparon lo movible:
el temblor es suyo,
de los que han ido muriendo
poco a poco y entre espasmos.
¿Y los vivos?
¡Los vivos son de piedra!